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A corazón quitao’, maíz pelao’

Desde el mute, la natilla, las arepas, los buñuelos, los pan de yucas, la mazamorra, los envueltos de mazorca, de maíz pelado, los “insulsos” y el cuchuco, por un lado productos infaltables de la canasta familiar colombiana y por otro, las tradicionales meriendas mañaneras para “cargar motores” los domingos, si se va a “sacar la casa por la ventana” con el mercado de plaza en la icónica “La 21”. Manjares concebidos para terminar con la religiosa pena del ayuno, listos a vender por la crema innata de la experiencia en el oficio del maíz: Imelda Morales.

Talento heredado desde su abuela, su madre y enseñado a sus 4 hijos, Imelda, nacida en Purificación, Tolima un 12 de diciembre de 1951, desde sus 8 años ha venido desarrollándolo con tanta facilidad y empatía hacia esta tradición culinaria, con el objetivo de compensar a su madre por tanto esfuerzo y dedicación para darles a ella y a sus hermanos, mejores condiciones de vida. Disfruta su oficio del cual obtiene su sustento diario con el que vive, cuando llega a las 5 de la mañana a la sección de cafeterías, segundo piso de la Plaza la 21, plaza de mercado más antigua de la capital musical de Colombia.

Su sonrisa de comercial, las manos inquietas, cuerpo de naranja, las uñas arregladas y pintadas con esmalte de todos los colores, el cabello plateado por las canas, el lunar en su nariz que obliga a quien la vea de frente, a prestarle la debida atención, el tono de voz débil y carrasposo, son cosas que se toman en cuenta para encontrar a alguien que lleve más de 40 años manipulando el maíz en los tantos metros cuadrados de la plaza. Su uniforme de trabajo: un delantal maquillado por un polvo blanco, un buso del mismo color, pantalón desteñido y unas sandalias de las más sencillas, son los atributos que definen a esta mujer, porque lo que hace es su vida misma.

 

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“A los trotes”, menciona Imelda al terminar una de sus tantas ventas del día. Su clientela se distingue por ser sus compañeras de primaria, quienes le hacen el gasto, acompañadas de sus esposos y de paso aprovechan la oportunidad de “adelantar cuaderno” y “echar caja”. “Si uno está en una plaza es para vender sus cosas y no para ponerse a alegar, o decir groserías”, dice Morales, haciendo alarde de su carácter y desprecio por la envidia que no deja pisotear su orgullo por su talento heredado. Además del olor de frutas y verduras, se respira cierta rivalidad entre las otras mujeres vendedoras, por esto no se “achanta”, al contrario, pone una sonrisa de frente a la situación y por cosas del Karma, la intención de la envidia es contraproducente, pues siempre acaba antes que las demás: vende todo. “Cada uno se da su lugar y se gana el respeto”.

 

Tan sólo les bastó a Imelda y a su familia, más de 70 años para poder considerarse a sus conocimientos Patrimonio Inmaterial de Colombia. El hecho de que esta tradición venga de años y años hace que su saber sea merecedor de preservación. "Mis hijos saben hacer mi oficio, pero en el momento ellos no pasan necesidades. Pero me gustaría que este trabajo lo hiciera una persona que si tuviera algún tipo de necesidad [...] A veces les digo que si necesitan, pues que yo tengo un negocio donde vendo cuchuco y mute. Sí a ellos les interesa pues vienen, me ayudan y yo les colaboro con algo o se les ayuda a buscar otro puesto para que trabajen por su cuenta. Lo más bonito es que todos salgamos adelante y no sólo una persona".


Para preparar el maíz, “se compra el grano, se deja tres veces en agua para separar el maíz del mugre, luego se cambia esa agua, y así se deja hasta el otro día. A eso de la 1 de la madrugada se lava nuevamente tres veces en agua, se escurre y se muele”. A las 4 de la mañana, comienza el día para ella, ya no realiza este proceso religioso, porque la tradición la enseñó a quien le regalaba frutas a sus 18 años: su esposo. 5 de la mañana, hora en que empieza el trajín para sus manos que siempre están inquietas, siempre están haciendo algo aunque sólo quiten el polvo blanco de la mesa metálica en la que posan sus 4 platones con cuchuco, mute y masa, bolsas plásticas, cucharas de pasta y la buena vibra impregnada y que emana desde su cuerpo, son cuestiones del destino por las que le va bien. “El maíz nos ha dado para tener casa, cuando inicié a trabajar en la plaza, era en la parte de afuera. Luego conseguí un mejor lugar dentro. Y desde hace muchos años estoy cerca del sector de cocinas”.


Imelda considera que aún cuenta con las fuerzas para seguir en este oficio. Ni sus propios hijos la convencen para que se vaya a tomar un merecido descanso. “Mis hijos ya me han dicho que deje este puesto. Yo les respondo: ¿y qué me pongo a hacer? No me gustaría vivir de arrimada, y menos en la casa de alguno de ellos. Dice que el día que se retire es porque ya no podrá sostenerse por sí misma. Menciona que aspira a trabajar "hasta que diosito diga ¡No más!" Finaliza su relato mencionando: "si uno tuviera la forma ayudaría a Raymundo y todo el mundo".


Imelda es una de las tantas víctimas de la violencia bipartidista colombiana desatada desde los años 50, guerra entre liberales y conservadores. Milciades Morales, su padre, tenía una finca cerca de Purificación en Lozanía, su familia era de corte liberal y a consecuencia de esta postura política, fue amenazado por un grupo de conservadores, lo que obligó a Milciades y a su familia, abandonar su casa por el temor y para prevenir una muerte ya anunciada. Sin embargo “muchos conservadores se pusieron la mano en el corazón y le ayudaron a venirse de allá para Ibagué”, afirma Imelda. La familia Morales llegó a Ibagué sin Milciades y sin conocer nada y mucho menos a alguien, al sur de la ciudad, al Arado, en una pieza arrendada ofrecida por una “buena samaritana” quien les facilitó posada por un tiempo.


Mientras se toca el tema de la época de la niñez, Imelda desvía su mirada al “vacío”, trata de evadir el tema, estos recuerdos la ponen incómoda, sentimental, prefiere no hablar mucho sobre este pasado pues aunque dice que fue muy feliz, pasó “por las duras y las maduras”. En la capital del Tolima, inició sus estudios en la Escuela Rodríguez Andrade en el barrio popular Las Ferias, mientras que por el trajín del cambio de domicilio forzado, la familia se recomponía para así terminar estudiando en El Conservatorio del Tolima. “Poco salíamos de la casa aunque a veces muchos niños nos reuníamos a jugar. Fue muy lindo”.


Precisamente es en este lugar, en el Conservatorio del Tolima, donde Imelda descubre su pasión por la música. “Cuando entré a estudiar daban clase de música y a mí me gustaba mucho el piano. No eran todos los días las clases, eran dos horas cada 8 días” señala. Agrega que si bien le gustaba, le tardó tiempo aprender a tocarlo, “eso no fue de un día para otro. Y me gustaba cantar, porque estaba en el coro. Nos reunían y nos ponían a ensayar. No es que tuviera la gran voz, pero cantaba”. Aquí le enseñaron a expresarse ante un público con el canto y así lo practicaba frente al espejo. Cuenta que el hecho de haber entrado a esta institución no significaba que fuera para salir como cantante “Mi mamá me buscó ese colegio para hacer el bachillerato y a mí me gustó porque podía aprender algo de música también”. 


No fue sino hasta 4to de bachillerato que “sentó cabeza”. A sus 18 años contrajo nupcias con un muy amigo suyo, único y primer novio, Guillermo Martínez, quien todos los días se paseaba por la casa de los Morales y aprovechaba para saludarla, mientras los hijos Morales cumplían órdenes, aseaban la casa, esto incluye sacarle el mugre al andén fregándolo con agua y con jabón, pero saludarla implicó un doble sentido: acortejarla con pequeños saludos aparentemente desinteresados, pero no fue fácil conseguirlo, pues ella, siempre ha sido una mujer apática al romanticismo, en pocas palabras, muy “seca”. Él estudiaba y trabajaba dirigiendo una cooperativa en el colegio Cisneros, geográficamente 3 cuadras separaban a Martínez de su amorcito. 


Tiempo después, Guillermo empezó a “ir al grano” con Imelda, proponiéndole su amistad muy amigablemente a lo que Imelda respondía con delicadeza:


-Pues es que ya estamos de amigos, ¿qué más quiere?-.


La misma Imelda era un obstáculo para Martínez para conseguir su amor, él quería hablar con sus posibles suegros y ella nuevamente daba su opinión en la forma por la que se caracteriza:


-Nooo, mijito ¿qué quiere?, ¿qué me den una trilla?, no, ahoritica no estamos en esas cosas-.


-Quiero que usted me entienda, quiero que sea mía.


-Yo sólo seré suya cuando nos casemos, de resto nada, olvídese mijo porque ahorita la situación está dura para dejar muchachitos regados.


-Hay que hablar con su mami…


-¡NO!, hable con mi hermana la mayor, que ella ya es casada, ella tiene más experiencia.


Imelda al acordar el compromiso con su futuro esposo, sintió un temor intimidante al pensar en lo que diría su conservadora madre al respecto, su hermana entonces aceptó ser la ”Celestina”, haciéndoles “el cuarto”. Pero para su sorpresa, la bendición de su madre y la forma en cómo tomó la noticia fue inesperado: “Sí ese es el destino de cada uno de ustedes pues que se casen”. Con esto ganó el permiso para hacer de las suyas con su matrimonio. La boda realizada en la iglesia Antonio María Claret, no fue una tan grande pero sí que fue muy linda, lo importante es la sencillez, la vanidad es un pecado, no fue con platillos y pompones, es como la guarda en su memoria. Él tenía 21 años y ella 18, el resto fue el destino, que se sustenta con 4 hijos, un par por cada sexo. Si lo que se quiere averiguar es si su anillo de compromiso es el que tiene en el anular de la mano izquierda, se pierde el tiempo, pues es un regalo del 3er hijo por cumplir 25 años de casada con su primer novio. “Me casé en el 72, un domingo de pascua, el 2 de abril”.

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